Por: César Augusto García Arias
Berlín no quiere caer
Es el fin, pensó. Rodillas sobre el suelo, mirada encendida de tristeza y manos mugrientas, capítulos de un desastre que el humillado comandante temía presenciar. Mientras vio como su casa se quemaba con su esposa e hijo dentro, la estupefacción cobijó al viejo como la muerte cobija los moribundos. Es el fin, pensó, y luego de permanecer horas frente a la ahora calcinada casa, el desdibujado comandante se retiró con las manos en los bolsillos y la cara tiznada. Lo único que le quedó fue su roído uniforme y un viejo testamento envuelto en un plástico amarillento. Es el fin, pensó. Era marzo de 1945 y la ciudad de Berlín ardía en llamas.
Viernes en la tarde. Centro de Adultos Mayores Listón Urrutia. Era costumbre sentarme con mi abuela a escuchar música clásica y hablar, a veces bajo el árbol de la alameda principal, pero no lejos del palomar del viejo Cristobal. Entre los muchos temas de conversación que tocábamos siempre había uno que me llamaba fuertemente la atención: Roberto Alcántara Lemus.
A metros de distancia: sombrero jipijapa, pantalón dril, camisa blanca vieja y arrugada, buena altura y manos secas. Piel blanca con enrojecimiento en cuello y nariz por el sol. Ojos azules y pies prominentes. A simple vista un impenetrable hombre de mundo, de raíces teutónicas, que clama ---como clama el conquistador que se arroja al abismo de la selva espesa--- que muera el alma vieja, bajo la lucha y la gloria, bajo la espada de la historia, entre matorrales de hormigas y zancudos, aunque morir le toque, colosal en un mundo virgen, que calla su huida troyana, para ser rey entre leprosos. ¡Pobre viejo Alcántara!, pensé la primera vez que le vi, sentado en un banco de la alameda, plantado en la madera del banco como un viejo árbol que resiste la muerte. ¡Pobre viejo Alcántara!, estaba sólo. Era 29 de marzo de 1960 y una llovizna espesa caía sobre Florencia, caía sobre Listón Urrutia.
Alcántara era mi mayor enigma. Quería preguntarle si la historia contada por mi abuela sobre él era cierta, pero era a atreverse a mucho. Con el tiempo me conformé con aprender los hábitos, costumbres, andanzas y comportamientos del viejo. En fin, aprendí a identificar esquemas de su pensamiento que ni mi abuela ni otra persona en Listón Urrutia hubiera podido saber. Sin embargo, y a pesar de tomarme el tiempo de observarle, sentía que faltaba algo en mi investigación: hablar con él. Pero no fui yo quién tomó la valiente iniciativa de hablar, no, fue el propio Alcántara que, un viernes lluvioso de Semana Santa, entre moribundos viejos apostados en la guardia, tomó la decisión de acercarse y hablarme al oído. Con voz de bajo y seguridad en sus palabras, hizo una presentación que sólo los locos pueden darse el lujo de hacer. Me dijo: "Soy Roberto Alcántara Lemus y tú, hijo mío, eres el elegido".
A metros de distancia: sombrero jipijapa, pantalón dril, camisa blanca vieja y arrugada, buena altura y manos secas. Piel blanca con enrojecimiento en cuello y nariz por el sol. Ojos azules y pies prominentes. A simple vista un impenetrable hombre de mundo, de raíces teutónicas, que clama ---como clama el conquistador que se arroja al abismo de la selva espesa--- que muera el alma vieja, bajo la lucha y la gloria, bajo la espada de la historia, entre matorrales de hormigas y zancudos, aunque morir le toque, colosal en un mundo virgen, que calla su huida troyana, para ser rey entre leprosos. ¡Pobre viejo Alcántara!, pensé la primera vez que le vi, sentado en un banco de la alameda, plantado en la madera del banco como un viejo árbol que resiste la muerte. ¡Pobre viejo Alcántara!, estaba sólo. Era 29 de marzo de 1960 y una llovizna espesa caía sobre Florencia, caía sobre Listón Urrutia.
Alcántara era mi mayor enigma. Quería preguntarle si la historia contada por mi abuela sobre él era cierta, pero era a atreverse a mucho. Con el tiempo me conformé con aprender los hábitos, costumbres, andanzas y comportamientos del viejo. En fin, aprendí a identificar esquemas de su pensamiento que ni mi abuela ni otra persona en Listón Urrutia hubiera podido saber. Sin embargo, y a pesar de tomarme el tiempo de observarle, sentía que faltaba algo en mi investigación: hablar con él. Pero no fui yo quién tomó la valiente iniciativa de hablar, no, fue el propio Alcántara que, un viernes lluvioso de Semana Santa, entre moribundos viejos apostados en la guardia, tomó la decisión de acercarse y hablarme al oído. Con voz de bajo y seguridad en sus palabras, hizo una presentación que sólo los locos pueden darse el lujo de hacer. Me dijo: "Soy Roberto Alcántara Lemus y tú, hijo mío, eres el elegido".
Continuará...
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