Por: César Augusto García Arias
TIEMPO DE RUIDO
Algunos encuentran el silencio insoportable
porque tienen demasiado ruido dentro de ellos. (Fobert Fripp)
Suena la Cruz de Marihuana. 11:00 p.m. Estoy cansado y quiero dormir. Vecino “$#%%#”, grito. Tomo mi computador portátil, lo enciendo y me dirijo a Aplicaciones; distraerme es mi objetivo, pasar por alto esa detestable cancioncilla compuesta para “mantecos” de mano firme y corazón grande; pero algo me dice que tal cosa no será más que un pírrico esfuerzo, un débil aullido de desespero. En Aplicanciones encuentro Word, abro Word y escribo sobre lo que abunda: el ruido. Hay sobreproducción de ruido sin importar el tiempo y el espacio. Amanece, ruido, anochece, ruido. Millones de sonidos en un remix diabólico baña países, ciudades, calles, casas, dormitorios, sanitarios. Yo soy ruido, tú eres ruido. Compramos y vendemos ruido. Ruidos que duran, otros que no. Ruidos chinos, al por mayor. Ruidos alemanes, sujetos a extremas pruebas de calidad, y ruidos colombianos, RCN y Caracol. Sigue sonando la Cruz de Marihuana. 11: 02 p.m. Hay ruidos para pobres, y los hay para ricos. Ruidos que saben a dulce, a chocolate, otros que saben amargos, a mierda. Los hay grandes, enormes, de magnitudes universales. También los hay pequeños, microscópicos, atómicos, cuánticos. Ruidos que enamoran, abrazan y te tocan. Al mismo tiempo los hay groseros, descorteses y bufones. Qué decir de los tecnológicos, los eléctricos, los cibernéticos. Pero no olvidemos los arcaicos, los cavernarios, los simples. En Florencia los hay por montones: el ruido del lechero, el cochero, el taxista, el motociclista, el “traqueto” de barrio, El Extra. Un ruido para explicar, otro para mentir y ocultar. Un ruido que juega a la guerra de la paz y otro que juega a la guerra de las palabras; a la semántica barata de lagartos oportunistas que le venden su alma al diablo. Un ruido de alegría cuando se tapa un hueco con escombros, se pinta una cebra con crayolas, se gana una elección con dineros de la mafia. Ni que decir de los ruidos San Pedrinos, al son de cabalgatas que cagan calles y reinados que gustan coronar a guisas que viven en barrios sin alcantarillado. Y el vecino repite la Cruz de Marihuana. 11: 03 p.m. Por cierto, en mi barrio todo es ruido: la puerta que se abre en la madrugada, el sexo en el segundo piso, los perros que ladran, conversaciones con la vecina chismosa, la radio del tendero, el llanto del niño. En todo caso, el ruido es costumbre, es cultura, es historia. Es inevitable hacer ruido: en el mercado, en el río, en el trabajo, en la soledad. En suma, odiamos el silencio y todo lo que ello representa: la biblioteca, el cine, el teatro, en la cena, el velorio y la cagada. Apuesto que usted en este mismo instante está haciendo ruido, sea mientras leo este texto o mientras alguien lo hace por mí. Le tenemos miedo al silencio, no soportamos el desasosiego de la calma, la invasión de la idea, la pesadez de la nada. Para nosotros el silencio es sinónimo de escasez, vacío, tristeza, mucho de nada. Odiamos el sssshhhh, la meditación, la música blanca, una partitura sin notas, un reloj sin despertador. El ruido es nuestro alimento, la gasolina que impulsa nuestra música, el sello que marca nuestra personalidad. El ruido de María, oportunista e interesado, el ruido de David, sin modales y amenazador, el ruido de Pablito, juguetón, el ruido de la paz, Santos subiendo impuestos y entregando el país a las multinacionales. También los hay de acuerdo al oficio. Si eres médico, el corazón, si eres escritor, la hoja que se arruga, si eres profesor, el rechinar del marcador, si eres estudiante, el timbre para el descanso, si eres albañil, un “piropazo”. Para terminar: mi mamá es ruido, el infaltable, mi papá es ruido, el varonil, mi familia es ruido, el modesto. Desde luego mi ciudad es ruido, el improvisado, y claro, mi país es ruido, el que hacen las cosas al caer. Termina de sonar la Cruz de Marihuana. Cierro Aplicaciones y apago el computador. Me siento feliz. 11: 08 p.m.
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