Infierno. Berlín era un matadero a cielo abierto. Bombas y artillería destruía lo ya destruido; lo que alguna vez fue la joya del del Tercer Reich hoy es basurero mortecino, de calles sin nombres y gente sin alma. Allí estaba Ernst, tirado sobre tierra quemada, apoyando su cabeza sobre un costal de papas robado, esperando que el fuego enemigo cediera para salir corriendo y dejar la avanzada. Los rusos tenían cercada la ciudad, pero Moscú aplaudía la idea de esperar y ejecutar una nuevo y definitivo ataque contra la fuerza nazi agrupada entre Panketal y Fûrstenwalde, lo que daba tiempo a hombres como Ernst de escapar en medio de las líneas enemigas ejecutando un plan. A mi Stalin no me jode, pensó Ernst antes de quedarse dormido, cubierto por una pila de periódicos con titulares como: <<La ayuda viene en camino: el Tercer Reich contraataca>>, <<Hitler anuncia que Alemania no caerá en las garras de la escoria comunista>>, <<Stalin es un miserable judío y entregará a Alemania a la escoria judía mundial>>. A mi Stalin no me jode, susurraba Ernst, esperando no morir como cobarde, aunque el sueño le tomara por sorpresa.
Era un joven idealista. Ahora soy escéptico. La vida cambia como cambian las ideas, las consignas, los lamentos. Mi madre siempre me decía que la vida se reducía a una pequeña línea entre la fecha de nacimiento y de muerte. Mi madre era también escéptica, y no creía en el romanticismo de la vida. Era razonable. La muerte de mi papá a manos del ejército le había tomado por sorpresa; no le cabía en al cabeza que mi papá, hombre de Estado, godo y buen mozo, fuera asesinado de un tiro en la cabeza, luego de ser confundido por un manifestante liberal la noche del 9 de abril de 1948.
Roberto Alcántara también era un hombre escéptico. No creía en nada: la tarde del viernes que le vi por primera vez caminaba como un presidiario esposado a granel. Cuando le daba la gana de alzar sus brazos para agarrar pequeñas hojas de árboles pomarrosos, la inmensidad de su cuerpo mostraba un rostro incinerado y tímido. Con la salvedad de conservar un cuerpo fuerte lleno de cicatrices en sus brazos y piernas. Heridas de guerra, pensaba. Pero era su mirada la prueba de su desgano. Cuando su límite era la verja de acceso a Urrutia, pegaba su rostro sobre los barrotes, con la esperanza de fundirse en ellos, como se funde la memoria cuando llega la vejez, y dejaba que su mirada recorriera a plomo el vecindario. Era una imagen triste y reveladora, la de un viejo sin esperanza; un hombre sin creencias, expuesto al olvido, al tedio. Pero era su mirada una prueba de su escepticismo: había muerto con la guerra, y la carne y los huesos que ahora le protegían eran su mayor secreto: era un hombre sin alma.
Era un joven idealista porque creía en el amor. Cuando mi abuela nombraba a Kasia el recuerdo de Ágata se confundía con la nostalgia. Y es que ambas eran hermosas. Kasia era una mujer alta, de ojos azules y labios delgados. Su cabello rizado y sus vestidos de flores enamoraban a los berlineses. Y flechó a Piagel, con tanta fuerza que murió de un infarto al corazón. Y flechó a Turning, que por salir corriendo a su encuentro fue atropellado por un camión. Y flechó a Roberto Alcántara, que era el único hombre sobre la tierra capaz de ser indiferente a sus encantos. Pero eso enamoró a Kasia. La mujer de los Torpardos, los Bauten, los Homenkens. Que olvidó el significado de la palabra sexo, para atender al llamado de la naturaleza. Kasia quería ser madre y había escogido a Roberto como esposo. Roberto no lo sabía. Como hombre de Estado, Roberto estaba comprometido con el Reich y España, y no tenía tiempo para amoríos e hijos. Pero Kasia era en sí misma un Estado: era fuerte, paciente y sagaz, lo que no impidió que Kasia entrara en la mente de Roberto y le conquistara. Roberto sucumbió a los encantos de Kasia, obvio, pero también sucumbió a la diplomacia del amor; Roberto había comprendido que Kasia Baumanden era su chicha, la futura señora Alcántara. Ágata, por otro lado, era una bogotana de rostro angelical, algo tímida; estudiante de piano con la maestra Lukia Ivanova e hija de los Hurtado Calíz, propietarios de las tiendas Hurtado Bogotá. La primera vez que le vi subía las escalinatas del Teatro Nacional luciendo un vestido blanco y un sombrero emplumado. Me enamoré de inmediato. Esa noche la orquesta metropolitana de Madrid, de visita en Bogotá, presentaba el concierto Op. 11 para piano y orquesta en mi menor de Chopin. Cuando leí la noticia de aquel concierto salí corriendo al teatro a comprar un asiento. Logré comprar la fila G, lejos de la entrada principal. Esa noche el amor me cayó por sorpresa, como cae la batuta después de un largo sostenuto. Ella estaba en la fila F, justo delante de mí. Me enamoré de su cuello, su cabello, su silueta de mujer educada y hogareña. Me enamoré de su música, una música dulce, ligera. Esa noche no atendí a las notas de Chopan. Al finalizar el concierto decidí esperarle en el foyer principal del teatro. Le hablé. Le pedí amablemente su dirección y teléfono; le expliqué que estaba interesado en conocerla mejor, aunque eso, en retrospectiva, me llevara al borde del abismo.
Continuará...
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