César Augusto García Arias
Cuento
Cuento
LA VENTANA
Era orgulloso. Pero era un orgullo estúpido, de
esos que flaquean con la madurez y la necesidad. Sabía que tarde o temprano
caería en las garras de la humillación y así sucedió, primero sutilmente y
después con la desfachatez de un mendigo profesional. Y es que no le quedaba
otra, o acudía a la caridad o robaba. También pensó en dejar la universidad,
pero ni loco aceptaría abandonar el campo de batalla en séptimo semestre, a lo
que añadía que sería doblemente estúpido abandonar la carrera faltando unos días
para saber si ICETEX aceptaría o no su solicitud de préstamo. Entonces empezó a
pedir a regañadientes favores, que présteme 10, 20, 30, 50 lucas, que mañana le
pago, que pronto me llegará una platica, que confíe en mí. Con el tiempo también
le tocó pedir prestado materiales de trabajo, que mi computador se dañó y no
tengo cómo hacer los informes, ¿me presta el suyo?, ¿tiene guantes de sobra?,
UY, brother ¿me regala una hoja examen?, ¿tiene un lápiz de sobra?, profesor,
¿le puedo enviar el trabajo a su correo electrónico, mire que no tengo planta
para imprimir. Y cayendo más bajo, más bajo que pedir y prestar, Raul comenzó a
mendigar la comida de los demás, cosa que obviamente colmó la paciencia de sus
compañeros de clase. Y es que escuchar frases como: le ayudo si me compra una
empanada, ¿no será mucha hamburguesa para usted?, se va a engordar María, venga
le ayudo con esa torta, ¿me regala una papita?, razonablemente llenó de
preguntas al curso, con lógicas respuestas, todas ellas apuntando al siguiente
chisme de pasillo: se dice que Raul ha caído en desgracia. Que a pesar de
trabajar en oficios varios aquí y allá, el dinero no le alcanza. Que a pesar de
la muerte de su padre él insiste en terminar la carrera. Que claro que Raul
aguanta hambre y llora en las noches. Que ha cogido la costumbre de abrir la
ventana de su pequeña ratonera-cuarto para olfatear el aroma de restaurantes y
pizzerías cercanas, antes sólo en la mañana, ahora a medio día y en la noche
también. Que algunos amigos le dicen que no haga eso, que eso despertará más su
hambre, que tenga este mercado, que no se desanime, que ya llegarán tiempos
mejores, que no hay mal que dure cien años. Pero también se dice que el día que
escuchó esa frase de cajón, Raul comenzó a llorar como niño sin teta, añadiendo
al llanto la reflexión que sigue: que si no hay mal que dure cien años tampoco
habrá cuerpo que lo resista, lo que es cierto, porque el cuerpo es tan débil
como la continuidad, y empeora si les digo que esta continuidad de pobreza y
hambre me mata, me produce dolor de estómago, vómitos, dolor de cabeza, mareos,
y no acaba con la ilusión de pensar que este mal no durará cien años, que pronto
terminaré la carrera y, en el futuro, viviré con comodidad. ¡No! O lo que es lo
mismo, pensar que este mal no dura cien años no me quita el hambre que siento, estas
punzadas estomacales que me acompañan a todos lados, con más rabia y más dolor,
los días que inconscientemente abrazo los barrotes de mi ventana y olfateo esos
aromas a comida callejera, a comida celestial. Eso se dice sobre Raul, pobre Raul; esperemos que
todo lo que se dice sobre él sea mentira.
Continuará.
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