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¿Y AHORA QUIÉN CUIDARÁ LAS GALLINAS?



¿Y ahora quién cuidará las gallinas?

Por César Augusto García Arias


foto tomada de https://www.youtube.com/watch?v=zAwT1CfQ36A.

Sentado en una sillita de plástico, el Caqueteño tira maíz a dos solitarias gallinas que se aproximan por el platanal. Un soplo de silencio yace y es la niebla que no deja ver los gastados pastos que tanto cuidaba La Vieja. Sigue sentado el hombre y arriba de él, en lo que parece un tendedero improvisado, permanecen tendidas a desgana ropas humedecidas; a veces el viento de otros días se ensaña con ellas y en respuesta a esos maleducados soplos que huyen de la vega caqueteña, los roperíos de la familia se caen  al barrial de las cochineras, mientras quedan bailando solos los colgandejos de piola.  El hombre ve la niebla y parece conocerla: Llegará más temprano la tarde, me dice, y toma más maíz de una coquita rota que previamente ha puesto en la hamaca. Niebla, ¿por qué te llevaste a Dora?, se pregunta en voz alta, bajando la cabeza en cámara lenta. Los caqueteños también coquetean con el llanto, pienso. Pasan los minutos y me invade el silencio que se convierte en sueño. Al despertar ya no es el hombre el que habita la sillita, es una nueva niebla: una pesada sábana blanca que cubre el establo, el platanal, los pomarrosos, el maíz, que cubre la sillita de plástico ahora sola, enterrada en el barro, casi inexistente luego de cohabitar con el caqueteño ya ausente; con seguridad se lo tragó la niebla, o por qué no, la memoria de una vida que ya no es.

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Nunca imaginó Don Miller pisar las lomas del Caquetá. Cuenta que cuando era joven tenía el sueño de ser policía. En las jugarretas le parecía divertido interpretar el papel de policía bueno que capturaba a sus amigos ladrones. Y se lo tomaba muy enserio. En navidad, por ejemplo, siempre pedía que su papá le comprara una pistola de juguete.  ¡No!, no vaya a pasar que cuando grande usted se me convierta en un matón, le contestaba su padre.  Y parece que tenía razón en algo;  Y no sólo la tenía, la tenía siempre, respondía Miller cada vez que se le preguntaba por su padre. Y añadía: Era un hombre duro, de esos que ya no se ven por aquí, terco, y si decía ¡no!, era ¡no!, y obviamente qué policía y qué nada.
Desde 1983 Don Miller comenzó a desplazarse de aquí para allá sin rumbo fijo. Hasta que conocí a La Vieja, responde al tiempo. Dígame Don Miller, ¿cómo conoció a Dora?, le pregunto, mientras otra vez la neblina se asoma quejosa y la siento más fría que antes.
La conocí en un cafetal. Yo trabajaba recogiendo café en una finca de un compadre, por Pitalito…, responde temiendo que su voz flaquee.  Un día bajé al lomerío a llevar la limonada y sentada sobre una roca estaba ella. Llevaba un sombrero pajiento y un faldón morado. Entonces aproveché la situación y le llevé un vaso de limonada. Gracias Miller, me respondió, y su voz me atrapó, comenta Miller mientras deja su sombrerón en un colgandejo del parasol.
La muerte cuando es precedida por el amor, envenena la calma y endurece el corazón. Dora murió esperando la muerte, en una cama de madera rechinante, gorgojienta. Recuerdo que las últimas palabras de La Vieja fueron:<< Miller, no olvide a mis gallinas>>. A la muerte de la Vieja le sucedió un silencio que nos conmovió a todos; luego vino la lluvia, luego una calma harapienta, luego el rechinar de los dientes; el llanto. Ocurrió un 15 de noviembre de 2017, un día cualquiera en la vereda.

v   

Desde niño le gustó la poesía porque creía que recitando y aclamando maltrechas frases y oraciones gangosas, las mujeres caerían en tropel ante él. ¡Qué iluso Miller!, pensé al mismo tiempo que repasaba algunos de sus cuadernos viejos con garabatos que Miller cree definir como poemas.  ¡Espere, espere!, gritó Miller, y con su dedo señaló un escrito rodeado por una nube. El primer poema que le escribí a La Vieja, sentenció con alegría:

Bien despierto me levanto y te pienso.
Busco dormir, ¡Hombre que me pasa!
Ya no en mi cama,
Sólo en el sueño de un pecho almohada.

De la nada una canción de cuna y yo despierto:
Es una ronda de besos galopantes y luego un te quiero.

¡Hombre que me pasa!, le reniego al tiempo,
Que en casos de quereres se pone lento.
Ya no soy el mismo desde que me sirvo de la memoria.

¡Hombre qué me pasa!, le digo a Antonia.

Vuelve a dormir hombre poeta,
Que el sueño que te toma durmiendo es más que un sueño.

¡Hombre qué me pasa!,
Si soy un labriego;
Seguro eres tú mi almohada,
O lo que es lo mismo, tú, mi pecho.


Ese poema lo escribí sobre una tela roja que compré en el mercado. Con esa misma tela envolví una rosa y un boleto para el cine. Era la primera y la última vez que me enamoraba de una mujer, concluyó Don Miller bajando la mirada y dejando que un brillo frío impregnara sus ojos.  <<¿Me recibe esta muestra de amor?, le dije a ella. Y me contestó: Sí, pero no se ilusione tan rápido…A lo cual  contesté: Sí, lo tendré en cuenta>>, fueron las palabras del Caqueteño después de recordar aquella cita; Pobre Miller, se le ha ido su mayor poema, pensé.
Don Miller hace parte de la Junta de Acción Comunal de la vereda Villa Recreo. <<Yo llegué abriendo monte y construyendo camino. Al son de hoy esta carretera está como una autopista. ¡Jajajajajaja! Mire usted, bien encunetada>>, dice Miller con orgullo y sarcasmo.
Miller es Aries, como yo, y cuando de esperar se trata es intolerable. <<Quiubo que lo estaba esperando hace una hora en el sitio. ¿Acoso tengo tiempo que perder? Ojo pues que me impacienta esperar>>, se le oye decir por teléfono. <<…Y al fin qué, ¿la plata de los jornaleros está?, o se está haciendo el loco. Diga pues para ir yo mismo ante el alcalde y enterarme de qué pasa con la platica>>. <<Ella también era Aries. Tenía su genio, pero tal vez eso era lo que más me gustaba de ella; una mujer que no habla y no revienta un plato es peor que una que se muestra como es, y eso es mejor que nada>>, dice Miller mientras sacude sus botas en una fila de tablas viejas que hace las veces de rampla improvisada. Afuera la niebla dice adiós. <<Ahora el sol abrazador>>, pienso.

Continuará…

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