¿Y ahora quién cuidará las gallinas?
Por César Augusto García Arias
Sentado en una sillita
de plástico, el Caqueteño tira maíz a dos solitarias gallinas que se aproximan
por el platanal. Un soplo de silencio yace y es la niebla que no deja ver los gastados
pastos que tanto cuidaba La Vieja. Sigue sentado el hombre y arriba de él, en
lo que parece un tendedero improvisado, permanecen tendidas a desgana ropas
humedecidas; a veces el viento de otros días se ensaña con ellas y en respuesta
a esos maleducados soplos que huyen de la vega caqueteña, los roperíos de la
familia se caen al barrial de las
cochineras, mientras quedan bailando solos los colgandejos de piola. El hombre ve la niebla y parece conocerla:
Llegará más temprano la tarde, me dice, y toma más maíz de una coquita rota que
previamente ha puesto en la hamaca. Niebla, ¿por qué te llevaste a Dora?, se
pregunta en voz alta, bajando la cabeza en cámara lenta. Los caqueteños también
coquetean con el llanto, pienso. Pasan los minutos y me invade el silencio que
se convierte en sueño. Al despertar ya no es el hombre el que habita la
sillita, es una nueva niebla: una pesada sábana blanca que cubre el establo, el
platanal, los pomarrosos, el maíz, que cubre la sillita de plástico ahora sola,
enterrada en el barro, casi inexistente luego de cohabitar con el caqueteño ya
ausente; con seguridad se lo tragó la niebla, o por qué no, la memoria de una
vida que ya no es.
v
Nunca imaginó Don
Miller pisar las lomas del Caquetá. Cuenta que cuando era joven tenía el sueño
de ser policía. En las jugarretas le parecía divertido interpretar el papel de
policía bueno que capturaba a sus amigos ladrones. Y se lo tomaba muy enserio.
En navidad, por ejemplo, siempre pedía que su papá le comprara una pistola de juguete.
¡No!, no vaya a pasar que cuando grande usted
se me convierta en un matón, le contestaba su padre. Y parece que tenía razón en algo; Y no sólo la tenía, la tenía siempre,
respondía Miller cada vez que se le preguntaba por su padre. Y añadía: Era un
hombre duro, de esos que ya no se ven por aquí, terco, y si decía ¡no!, era
¡no!, y obviamente qué policía y qué nada.
Desde 1983 Don Miller comenzó
a desplazarse de aquí para allá sin rumbo fijo. Hasta que conocí a La Vieja,
responde al tiempo. Dígame Don Miller, ¿cómo conoció a Dora?, le pregunto,
mientras otra vez la neblina se asoma quejosa y la siento más fría que antes.
La conocí en un
cafetal. Yo trabajaba recogiendo café en una finca de un compadre, por
Pitalito…, responde temiendo que su voz flaquee. Un día bajé al lomerío a llevar la limonada y
sentada sobre una roca estaba ella. Llevaba un sombrero pajiento y un faldón
morado. Entonces aproveché la situación y le llevé un vaso de limonada. Gracias
Miller, me respondió, y su voz me atrapó, comenta Miller mientras deja su
sombrerón en un colgandejo del parasol.
La muerte cuando es
precedida por el amor, envenena la calma y endurece el corazón. Dora murió
esperando la muerte, en una cama de madera rechinante, gorgojienta. Recuerdo
que las últimas palabras de La Vieja fueron:<< Miller, no olvide a mis
gallinas>>. A la muerte de la Vieja le sucedió un silencio que nos
conmovió a todos; luego vino la lluvia, luego una calma harapienta, luego el
rechinar de los dientes; el llanto. Ocurrió un 15 de noviembre de 2017, un día
cualquiera en la vereda.
v
Desde niño le gustó la
poesía porque creía que recitando y aclamando maltrechas frases y oraciones
gangosas, las mujeres caerían en tropel ante él. ¡Qué iluso Miller!, pensé al
mismo tiempo que repasaba algunos de sus cuadernos viejos con garabatos que
Miller cree definir como poemas.
¡Espere, espere!, gritó Miller, y con su dedo señaló un escrito rodeado
por una nube. El primer poema que le escribí a La Vieja, sentenció con alegría:
Bien despierto me levanto y te pienso.
Busco dormir, ¡Hombre que me pasa!
Ya no en mi cama,
Sólo en el sueño de un pecho almohada.
De la nada una canción de cuna y yo despierto:
Es una ronda de besos galopantes y luego un te quiero.
Es una ronda de besos galopantes y luego un te quiero.
¡Hombre que me pasa!, le reniego al tiempo,
Que en casos de quereres se pone lento.
Ya no soy el mismo desde que me sirvo de la memoria.
¡Hombre qué me pasa!, le digo a Antonia.
Vuelve a dormir hombre poeta,
Que el sueño que te toma durmiendo es más que un
sueño.
¡Hombre qué me pasa!,
Si soy un labriego;
Seguro eres tú mi almohada,
O
lo que es lo mismo, tú, mi pecho.
Ese poema lo escribí
sobre una tela roja que compré en el mercado. Con esa misma tela envolví una
rosa y un boleto para el cine. Era la primera y la última vez que me enamoraba
de una mujer, concluyó Don Miller bajando la mirada y dejando que un brillo frío
impregnara sus ojos. <<¿Me recibe
esta muestra de amor?, le dije a ella. Y me contestó: Sí, pero no se ilusione
tan rápido…A lo cual contesté: Sí, lo
tendré en cuenta>>, fueron las palabras del Caqueteño después de recordar
aquella cita; Pobre Miller, se le ha ido su mayor poema, pensé.
Don Miller hace parte
de la Junta de Acción Comunal de la vereda Villa Recreo. <<Yo llegué
abriendo monte y construyendo camino. Al son de hoy esta carretera está como
una autopista. ¡Jajajajajaja! Mire usted, bien encunetada>>, dice Miller
con orgullo y sarcasmo.
Miller es Aries, como
yo, y cuando de esperar se trata es intolerable. <<Quiubo que lo estaba
esperando hace una hora en el sitio. ¿Acoso tengo tiempo que perder? Ojo pues
que me impacienta esperar>>, se le oye decir por teléfono. <<…Y al
fin qué, ¿la plata de los jornaleros está?, o se está haciendo el loco. Diga
pues para ir yo mismo ante el alcalde y enterarme de qué pasa con la
platica>>. <<Ella también era Aries. Tenía su genio, pero tal vez
eso era lo que más me gustaba de ella; una mujer que no habla y no revienta un
plato es peor que una que se muestra como es, y eso es mejor que nada>>,
dice Miller mientras sacude sus botas en una fila de tablas viejas que hace las
veces de rampla improvisada. Afuera la niebla dice adiós. <<Ahora el sol
abrazador>>, pienso.
Continuará…
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